domingo, 28 de noviembre de 2010

El ruiseñor y la rosa

 Oscar Wilde

-Ha dicho que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay en todo mi jardín una sola rosa roja.

Desde su nido de la encina oyole el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay una sola rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaban de lágrimas.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído todo cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y tengo que ver mi vida destrozada por falta de una rosa roja.

-He aquí por fin el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aun sin conocerle; todas las noches repito su historia a las estrellas, y ahora le veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión ha tornado su rostro pálido como el marfil y la pena le ha marcado en la frente con su sello.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi adorada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos. Reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará caso ninguno. No se fiará en mí para nada y mi corazón se desgarrará.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí, para él es pena. Realmente el amor es una cosa maravillosa: es más precioso que las esmeraldas y más caro que los finos ópalos. Perlas y granates no pueden pagarle porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor, ni pesarlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerdas y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer sobre el césped, hundía su cara en sus manos y lloraba.

-¿Por qué lloras? -preguntaba una lagartija verde correteando cerca de él con su cola levantada.

-Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso es, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una dulce vocecilla.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué ridiculez!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echó a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando en el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del parterre se levantaba un hermoso rosal, y al verle voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó- y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal sacudió su cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve en la montaña. Pero ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que pides.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía en torno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó- y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal sacudió su cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados, antes de que llegue el segador con su hoz. Pero ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante y quizá él te dé lo que pides.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó- y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto sacudió su cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, las heladas han marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré ya rosas en todo este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy asustadizo.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal-, tienes que hacerla con notas de música, al claro de luna, y teñirla con la sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí, con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor- y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Dulce es el olor de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped, allí donde el ruiseñor le dejó, y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sed feliz -le gritó el ruiseñor-, sed feliz; tendréis vuestra rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que os pido en cambio es que seáis un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta lo sea. Y más fuerte que el poder, aunque éste también lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues únicamente sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñorcito que había construido el nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina; y su voz era como el agua reidora de una fuente argentina.

Al terminar su canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuadernito de notas y su lápiz de bolsillo.

-El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas, todo estilo sin nada de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su voz tiene notas muy bellas. ¡Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!

Y volviendo a su habitación se acostó sobre su jergoncito y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se durmió.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas; y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche y las espinas penetraron cada vez más en su pecho y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha; y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal, parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, pequeño ruiseñor -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco; porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, pequeño ruiseñor -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimizado por la muerte, el amor que no acaba en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último fulgor. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió: yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A mediodía el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto una rosa semejante en toda mi vida. Es tan bella, que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre enrevesado.

E inclinándose, la cogió.

En seguida se puso el sombrero y corrió a casa del profesor con su rosa en la mano.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijisteis que bailaríais conmigo si os traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderéis cerca de vuestro corazón, y cuando bailemos juntos, ella os dirá lo mucho que os amo.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no se armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, a fe mía que sois una ingrata! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo. Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Os diré que os portáis como un grosero, y después de todo, ¿qué sois? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que podáis tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa. -¡Qué bobería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La mesa del centro

Lo había pensado fríamente. Delante de un café ardiendo, con dos terrones de inseguridades y unas cuantas cucharadas de palabras dichas sin pensar, inoportunas hasta uno de esos límites que nunca se han escrito. 
Se sentó en una cafetería cualquiera, en la mesa más impersonal de todas: esa que está en el centro y en la que nunca se sienta nadie. Parece que el ser humano prefiere pegarse a las paredes, aferrarse a un elemento tangible, inamovible. Sí, parecía que era eso lo que le había pasado con él, era su tangible, su inamovible, inapelable, inflexivo, siempre estable, y ni el dios que a cualquiera se le ocurra rezar lo podía mover de su trono: él era su príncipe eterno, el siempre futuro rey de sus posesiones, el siempre presente. Pero pasó, la pared se derrumbó, en mil pedazos, ladrillo a ladrillo cada porción de cemento fue cayendo al abismo de los recuerdos  mal guardados y allí se quedó ella, en la mesa del centro, la más impersonal de todas, esa en la que nunca se sienta nadie.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Un adiós o un hasta luego

En otro de mis intentos, fallidos y diarios, de dejar de pensarte he comenzado a leer este blog, espacio, página o como quieran llamarlo. En cada uno de los pequeños textos, ahora plagados de errores, me he encontrado a mi misma volviendo a intentarlo, volviendo a quererte, a follarte o a decirte un hasta luego más falso que mi adiós. Te he visto pasar por todos y cada uno de ellos, por sus sustantivos sencillos, por sus adjetivos escasos y simplistas, por sus verbos, redundantes. Te he visto encerrado entre comas sin querer escapar. Te he visto en cada punto y seguido, en cada punto final sin fin.

Comienzo a plantearme dejar, como tú has hecho conmigo, todo esto de lado, comenzar una nueva etapa, una nueva vida, sin tí y sin tu esencia, siempre residente en un abecedario sin z, sin fin, en el más puro ser de la humanidades modernas. Porque fuiste tú quien me enseñó que no saber escribir no significa no hacerlo, que no saber escribir no significa no intentarlo. Me ayudaste a tomar la decisión más importante de mi vida basándome en criterios espirituales, faltos de valor para tantos. Te empeñaste en que cada día de mi vida aprendiera que todos los intentos fallidos de exito conllevan la existencia de un intento exitoso, que se contenía en el significado propio de cada complementario contrario; opuestos destinados a fundirse, decías. Me explicaste todo aquello y yo fingí entenderlo. Me explicaste todo aquello que ahora tú has traicionado, y con razón.

sábado, 13 de noviembre de 2010


Hoy, mientras vagaba entre las páginas translúcidas de un libro cualquiera recordé aquella noche. Vinieron a mi mente las imágenes, divinizadas, de tus carcajadas resonando entre las esquinas de la cama mientras intentabas quitarme el miedo a hacer la voltereta. Recordé como, pacífica, me dejaba hacer; como los prejuicios se volvieron traviesos y empezaron a jugar entre las sábanas. Y ha sido entonces, en ese justo instante, cuando me he dado cuenta. Sí, yo, y solo yo, se lo que era y lo que es todo aquello: Literatura.

martes, 9 de noviembre de 2010

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Al poner un punto final siempre se apodera de ti una duda, ¿será este el fin de un capítulo o de un libro?, ¿será este un fin transitorio o el verdadero desenlace?

Hoy, solo y únicamente me caben muchas cosas.
Hoy, solo me cabe la transparencia eterna de una lágrima.
Hoy, solo me cabe el más sincero de los deseos, el de la felicidad ajena.
Hoy, solo me cabe el pensamiento momentáneo de intentar rellenar esta soledad a base de tránsitos intrascendentes.
Hoy, solo me cabe un recuerdo inmortal.
Hoy, solo me cabe intentar concebir desayunos sin diamantes y sin tí.
Hoy, siempre, nunca, mañana, pasado, el otro y el de más allá, el mes que viene y el año pasado, justo en este instante, solo me queda el último y más inocente y franco refregón entre la hierba. El primero y el último.

Hoy, lo único que no me cabe es la duda de que este sí, este es nuestro punto final. El tuyo, el mío, y nunca más el nuestro.



 

lunes, 8 de noviembre de 2010


Esta, amigos mios, es la historia de una princesa, de una princesa y su príncipe. Esta, amigos mios, es la historia de un castillo amurallado.

Esta es la historia de la princesa que decidió, aún habiendolo pensado dos veces, amurallar su castillo de la mejor de las formas posibles. La probabilidad de entrada en aquel fuerte era nula. Opto, conscientemente y sin complejo, por la más cruda de las tranquilidades. Se decantó por convertir a la ausencia de hechos, de acontecimientos, de vida, en su vivir. Edificó la muralla más segura que ningún castillo había poseído ni poseería jamás. Pero, como en todas las historias, la princesa dejó una ventana abierta al juego, al devenir, al suceder de lo probable. En el lugar más recóndito de toda su muralla colocó, amigos mios, el candado más minúsculo hayáis imaginado nunca. ¿Quién tenia la llave? Deberán ustedes suponerlo. Loco de amor, loco de atar, capaz de dar su vida por contemplar solo una vez más la lujuria verde de los ojos de la princesa, irracional, el único que siempre supo comprender que pasaba por aquella carita redonda y blanca: el príncipe. Y aún teniendo la llave, aún sabiendo que él era la singularidad que podía vislumbar la ternura donde otros veían el enfado, aún conociendo aquella conexión efímera e infinita que lo unía a la princesa, compró, a base de besos y saliba, a base de poemas y de risas, toda la dinamita que jamás se hubiese fabricado y jamás se fabricaría en la historia de los hombres. Ya ningún otro podría atravesar la muralla que separaba a su amor del resto del mundo. Y acto seguido, en el justo instante que seguía al más triste de los besos, arrojó la llave al vacío quedando él, principe gentil, fuera del castillo. El príncipe marchó y continúo su vida consciente y capaz de regalar la sinceridad de aquellas caricias a otra princesa. La princesa quedó enterrada, para siempre, en el más triste y profundo desamparo.

Esta, amigos mios, es la historia de una princesa. Esta, amigos mios, es la historia de la princesa soledad.

sábado, 6 de noviembre de 2010


Sí hasta la luna se vistió de puta aquella noche, ¿que podía esperar ella de unos labios que solo sabían conducir el gemido de unas cuerdas vocales más sinceras que el deseo?, ¿qué hay más sincero que el deseo? El deseo de matar, de morir, de entregarte o de finjir. Es deseo, pasión, fuerza, ira, es el movimiento conceptualizado en palabras tan fuertes que no dicen nada. No, joder, aquel beso no podía decir nada, significaba tan poco que rozaba la puta perfección de la apatía. Lo estaba sintiendo temblar. No sabía si era el frío o el ardor de sus salibas jugando a ser recíprocas, pero notaba temblar entre sus dedos hasta el último músculo que él se dejaba tocar. Hasta el último músculo. ¿Qué podía esperar ella de una piel que había sido pensada por tantos?, ¿que cabía esperar de todo aquello?Lo notó parar y separar sus labios de su cuello, un cuello cualquiera que aquella noche pedía a gritos una prorroga eterna.

-¿En qué coño estas pensando, preciosa?
-¿Preciosa?,ni siquiera te he dicho mi nombre, ¿verdad?

miércoles, 3 de noviembre de 2010


Ha sido capaz de llegar al punto del que niegan los humanos su existencia. Se ha sentado en la silla de su escritorio, ha mirado por la ventana sin ver y ha clavado unos ojos muertos en la hoja más absurda de todo el árbol: en la caída. Sí, ha podido, ha conseguido llegar al estado de total indiferencia que siempre él le recomendó. "Sí no te importa no existe", decía. Mentía. El muy cabrón había sido capaz de convencerla. Ella, basándose en los razonamientos de quien no debía importarle, errando ya en el inicio, sintiendo lógico lo absurdo, hizo que todo desapareciera. Lo olvidó, no le importaba, ya no existia. "Si ya no me importa no existe", se repetía. Nunca fue capaz de darse cuenta de que aquella indiferencia se lo llevó todo y dejó solo una frase: "no me importa". Dejó una frase capaz de contener la indiferencia y con ella la nada, y con ella el algo, y con ella a él. En cada palabra, en cada letra, en cada trazo imaginario de aquella secuencia estaba contenida la unión efímera de la que ella jamás se separaría; de la que él se separó hace ya tanto. Volvió a mirar por la ventana, se levantó de la  silla. Con la tranquilidad que solo es capaz de dar la seguridad subió la persiana y saltó, feliz.

Sobre la mesa solo quedaron dos frases subrayadas en el texto de una mala revista:


Ya, por no hacer, no hace ni frio.
Ya, por no sentir, no siento ni miedo.