No podía aceptarlo, no podía aceptar que su vida iba a acabarse antes de cumplir los veinticinco, los veinticuatro, incluso puede que antes de que pasara un mísero mes. Ni siquiera eso podían decirle los médicos, los malditos médicos que habían sentenciado su vida con eufemismos tras los que escondían las palabras que nadie quiere escuchar en una consulta: tumor, cáncer.
-La medicina no es una ciencia exacta, no sabemos con exactitud como está de avanzado aunque una solución duradera en este tipo de casos es complicada, el tratamiento es quizás demasiado ofensivo...
-Qué me estoy muriendo, coño, dímelo así, tal cual. Si no puedes curarme por lo menos dame algo de sinceridad. No me obligues a agarrarme a un mástil que sabes que se va a romper, cabrón.
Salió del hospital sola, su madre no la había acompañado, ¿para que? Iba a recoger los resultados de las pruebas de un pequeño bulto sin importancia que le salió en la barriga hace unos meses y que había empezado a molestarle. Cogió el coche, arrancó. Fue directa a casa. No, no diría nada, continuaría su vida como si tal cosa, como si aquella tarde nunca hubiera pasado. Abrió la puerta de casa y encontró una nota encima del mueble de la entrada: "Hemos salido a cenar con los titos, volveremos tarde, tienes la cena preparada". Dejó el bolso en el suelo, abrió la nevera, tiró la ensalada de judías a la basura, revolvió un poco la cocina para que pareciese que había cenado y se tiró a la cama. Pensó, pensó y sintió miedo hasta de pensar. Cogió el libro que tenía encima de la mesilla. En el instante que su dedo rozo la tapa la mano retrocedió y volvió al costado de la cama. ¿Cuantos libros iba a dejar por leer?, ¿cuantas pelicular por ver?, ¿cuanta gente por conocer?, ¿cuanto tiempo por perder? ¿Cuanta vida por vivir? Carmen nunca fue, ni quiso ser, una de esas personas que sueñan con tirarse en paracaídas desde el Kilimanjaro, ir a China a comer escarabajos o a Kenia de misión humanitaria. Estudiaba derecho porque pretendía ayudar a la sociedad de su tiempo, a la que le había tocado vivir, vivir. Solo quería vivir.
Fue a la cocina, abrió el armario de las pastillas, se tomó un par de tranquilizantes y volvió a la cama. Mientras miraba fijamente el gotelé grisáceo del techo intentó poner la mente en blanco. Se quedó dormida.
-Pi, pi, pi.
Otra vez el jodido despertador. Carmen lo apagó como pudo, se levantó, casi sonámbula, y se metió en la ducha. Mientras caía el agua templada por su espalda y se llevaba su aturdimiento mañanero y sus legañas lo recordó todo, y como un mal sueño, una pesadilla , decidió olvidar. Cerró los ojos, sintió el agua caer hasta sus tobillos y pensó en lo que iba a hacer: dar un beso de buenos días a mamá, coger los libros e irse a la biblioteca, como cualquier mañana más en época de exámenes.
Y así lo hizo. Llegó cuando aún no habían abierto, espero un rato y subió las interminables escaleras hacia el sitio de siempre. Colocó sus cosas y unos folios a modo de reserva en el asiento de al lado, Jorge le dijo el día anterior que le guardara un sitio, que él llegaría a eso de la hora de comer.
Sacó los apuntes, el código civil y los rotuladores, el examen era dentro de dos semanas y casi ya podía recordar todo el temario.
-Un buen repaso nunca viene mal, no vaya a ser que el examen me pille a las puertas del cielo y tenga que defender a algún inocente ante San Pedro, pensó mientras una sonrisa sorda se deslizaba entre sus dientes.
El ruido producido por la vibración del móvil contra la mesa la distrajo de sus pensamientos. Un mensaje, Jorge iba a llegar más tarde de lo esperado. Mientras volvía a dejar el móvil encima de la mesa alguien le dio unos toquecitos en el hombro. -¿Es que nadie me va a dejar estudiar para defender a mi acusado celestial o que?-. Se giró. Un chico alto, altísimo, con unas pintas espantosas y unas orejas enormes le preguntaba por el sitio que había reservado para Jorge. Le dijo que no estaba ocupado, que podía sentarse, retiró los folios y volvió a centrarse en sus esquemas.
En uno de esos momentos de concentración fallidos notó que el chico que le había pedido el sitio le miraba las tetas casi babeando. Hacia bastante tiempo que nadie se fijaba en ella de aquella manera, así que decidió comenzar una análisis en profundidad en cuanto el chico retirara la mirada. En otro momento quizás todo aquello le hubiese parecido ofensivo, una mirada tan descarada, unas orejas tan grandes, pero en ese momento incluso llegaba a excitarle, la sensación de que no tenia nada que perder ni nada que ganar inundaba el pensamiento lúcido y maduro que hasta ahora dominaba sus días, y sus noches. Se fijo en sus ojos, pequeños, almendrados y oscuros, muy oscuros. Una mancha pequeñita y marrón presidia la comisura izquierda de unos finos labios en una boca pequeña. No podía decir que estaba ante un tío guapo, pero el pelo largo y la ropa ancha le daban un aire masculino realmente atractivo. De pronto, el desconocido le sonrió. Carmen, en un acto reflejo, devolvió la sonrisa.
-No se puede empezar a estudiar sin un café con leche, aunque sea de la maquina, ¿te apetece?
Carmen escuchó la propuesta y respondió sin pensar: -La verdad es que no es mala idea.
Dos días antes de todo aquello hubiera tartamudeado como una tonta para decir que mejor no, que prefería seguir estudiando, que tenía un examen demasiado importante y que mejor en otra ocasión. Realmente no sabía porque estaba haciendo aquello, sus impulsos iban por delante de su cabeza. No era ella, y empezaba a gustarle, mucho.
Carmen y Mario, así se llamaba el chico, bajaron a la maquina de café. Mario se empeñó en invitarla, pero Carmen se negó en rotundo. Salieron a la calle, buscaron un banco donde el sol no los chamuscara y empezaron a hablar. El café estaba frío, pero la conversación no estuvo mal. No era todo lo que ella esperaba en un hombre, pero le sobraban cualidades como pretendiente a una noche divertida.
-¿Noche divertida? ¿En que estás pensando Carmen? ¿Quién eres? No se reconocía, el carpe diem se había llevado a la Carmen estudiosa, se quedó en la consulta del médico la tarde anterior. Le daba todo igual, no estaba triste, no le daba miedo la muerte, solo pretendía disfrutar el tiempo que le quedababa por vivir.
Volvieron a subir a la biblioteca. Miradas y sonrisas cómplices se sucedieron hasta que Carmen decidió dar el paso. Cogió un papelito de su libreta de notas, apuntó su numero de teléfono, recogió sus cosas y se acercó a besar a Mario para despedirse; lejos de la mejilla, muy cerca del labio. Deslizó el trozo de papel en el bolsillo trasero de su pantalón, separó su cara del rostro de Mario, sonrió, dio media vuelta y se marchó. Sus movimientos parecieron casi robotizados, mecánicos.
Subió al coche, arrancó y volvió a casa. Abrió la puerta, no había nadie. Se tiró en la cama y se echo a llorar. Ahora, ahora había comprendido lo que sus impulsos pretendían esconder, que la excusa más cobarde es culpar al destino para no enfrentarte a los problemas. Que con ese comportamiento solo pretendía olvidar lo inolvidable, superar lo insuperable. Que no tenia que tirarse a un tío del que sabía poco mas que su nombre para arreglar las cosas, porque no se iban a arreglar. Que no tenía que dejar de ser ella, porque eso tampoco iba a servir de nada. Que tenía que hablar con mamá, que tenía que afrontar esto y no podía hacerlo sola.
Apago el móvil. No, no iba a dejar que sonara, no era justo. Ni para él, ni para ella.
1 comentario:
pi pi pi
tienes pipipi ?
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