lunes, 24 de enero de 2011

Felicidad

 Virginia Woolf  Relatos1922-1925

Cuando Stuart Elton se agachó y para sacudirse una hebra blanca del pantalón, este acto trivial, acompañado de un deslizamiento y una avalancha de sensaciones, pareció como un pétalo que cae de una rosa, y Stuart Elton, tras incorporarse y reanudar su conversación con la señora Sutton, sintió que estaba formado por muchos pétalos firme y estrechamente dispuestos unos sobre otros, todos encarnados, todos tibios, todos teñidos de ese brillo inexplicable. Por eso, cuando se agachaba, un pétalo caía. De joven nunca lo había sentido -no-, pero ahora, a los cuarenta y cinco años, no tenía mas que agacharse para sacudir una hebra del pantalón y esta sensación lo invadía rapidamente, esta hermosa y apacible percepción de la vida, este deslizamiento, esta avalancha de sensaciones, de armonía, cuando se incorporaba de nuevo...pero ¿qué estaba diciendo la señora Sutton?
La señora Sutton (que aún se sentía arrastrada sobre los rastrojos y la tierra arada de la primera madurez) estaba diciendo que los administradores le habían escrito, incluso habían concertado cita con ella, pero no había servido para nada. Lo que hacía que las cosas fueran tan difíciles para ella era que, por supuesto, no tenía ningún contacto con el mundo del teatro, porque su padre, toda su familia, eran simples campesinos.(Fue entonces cuando Stuart Elton se sacudió la hebra.) La señora Sutton se detuvo, se sentía contrariada. Si, Stuart Elton tenía lo que ella deseaba, pensó, en el momento en que él se agacha. Y cuando se incorporó de nuevo la señora Suttón pidió disculpas -hablaba demasiado de si misma, dijo- y añadió:
-Creo que eres la persona más feliz que conozco.
La frase concordaba curiosamente con lo que él acababa de pensar y con la sensación del suave y precipitado descenso de la vida y su reajuste perfecto, la sensación del pétalo que caía y de la rosa completa. Pero ¿era eso la <>? No. Esa gran palabra no parecía adecuada en este caso, no parecía referirse al estado de quedar envuelto en pétalos de rosa bajo una intensa luz. De todos modos, dijo la señora Sutton, él era a quien más envidiaba de todos sus amigos. Parecía tenerlo todo; ella nada. Echaron cuentas...él tenía dinero suficiente; ella marido e hijos; él era soltero; ella tenía treinta y cinco años, él cuarenta y cinco; ella no había estado enferma en su vida y él padecía terriblemente, dijo, a causa de cierta dolencia...Soñaba a todas horas con comer langosta y no podía probarla. ¡Eso es!, exclamó ella como si hubiera dado en el clavo. Incluso se tomaba a broma su enfermedad. ¿Era para compensar una cosa con otra?, preguntó ella. ¿Era sentido de la proporción, era eso? Él pregunto qué, aunque de sobra sabía lo que su amiga quería decir, pero rechazo el ataque de aquella mujer atolondrada y devastadora, de modales bruscos, quejumbrosa y enérgica que discutía y se peleaba, que era capaz de derribar y destruir su valiosa posesión, esa sensación de ser -dos imágenes pasaron por su mente al mismo tiempo- una bandera al viento, una trucha en el río, en equilibrio, flotando en una corriente de sensaciones limpias, frescas, claras, brillantes, lúcidas, hormigueantes, contradictorias que, como el aire o el río, lo mantenían erguido, de tal modo que si movía una mano, si se agachaba o decía algo, liberaba la tensión de innumerables átomos de felicidad que se unían para volver a levantarlo.
-A ti no te importa nada-dijo la señora Sutton-. Todo te da igual-dijo torpemente, gesticulando como un hombre que aplica un poco de masilla aquí y allá para unir los ladrillos, mientras él permanecía muy silencioso, muy críptico, muy comedido y ella intentaba sacarle algo, una pista, una clave, una guía, lo envidiaba, le guardaba rencor y pensaba que si además de su capacidad emocional, su pasión, su habilidad y su talento ella tuviera eso que él tenía, podría rivalizar con la mismísima señora Siddons. Él no se lo decía; aunque debía decírselo.
-He estado en Kew esta tarde-comento Stuart Elton, flexionando una rodilla y sacudiéndose otra vez, no porque tuviese una hebra, sino por cerciorarse con la repetición del gesto que su maquinaria estaba en orden, como en realidad así era.

Y así, si nos encontramos en medio de un bosque perseguidos por una manada de lobos, arrojaríamos jirones de ropa y trocitos de galleta a los infelices animales y nos sentiríamos casi a salvo, aunque no del todo, en nuestro trineo alto, veloz y seguro.
Con aquella manada de lobos hambrientos a la zaga, que devoraban los trocitos de galleta-esas palabras: <Kew esta tarde>>-, Stuart Elton corría raudo entre los lobos de regreso a Kew, al magnolio, al lago, al río, ahuyentándolos con la mano. Entre ellos (porque en ese momento ahroa el mundo parecía lleno de lobos aullando) recordó que la gente lo invitaba a cenar y a comer, que unas veces aceptaba y otras no, y sus sentidos se encontraba allí, en la soleada extensión de hierba de Kew, como si le bastara con mover el bastón para elegir esto o lo otro, ir aquí o allá, hacer trocitos de galletay lanzárselos a los lobos, leer esto, ver aquello, reunirse con él o con ella, ser feliz en casa de un amigo..."¿En Kew, solo?", repitió la señora Sutton.
"¿Tú solo?"
¡Ah!, el lobo aullaba en los oídos de Stuartcontoneándose, había suspirado ante la visión habitual de los amantes, abrazados, allí donde ahora todo era paz, salud, hubo antaño ruina, tempestad y desesperación; y la señora Sutton volvía a recordarle al lobo; solo; sí, completamente solo; pero se recuperó, como se había recuperado entonces, cuando los jóvenes desaparecieron, y se agarró a eso, a algo, a lo que fuera, se agarró con fuerza para seguir su camino, y sintió lastima de ellos.
-Completamente solo- repitió la señora Sutton. Eso era lo que ella no podía concebir, dijo, sacudiendo con desesperación el pelo negro y brillante...ser feliz completamente sola.
-Sí-dijo él.
La felicidad encierra siempre una terrible exaltación. No es alegría; ni arrebato; ni elogio, ni fama, ni salud (él era incapaz de caminar tres kilómetros sin sentirse agobiado); es un estado místico, un trance, un éxtasis que, pese a ser ateo, escéptico, no haber sido bautizado y todas esas cosas, él creía compartir con los hombres que optan por la vía del sacerdocio, con las mujeres en la flor de la vida que recorren las calles con el rostro cubierto bajo un velo rígido como el ciclamen, los labios inmóviles y los ojos pétreos; aunque con una salvedad: a ellos los apresaba; a él lo liberaba. Lo liberaba de toda dependencia con respecto a alguien o algo.

La señora Suttón sintió lo mismo mientras esperaba que Stuart volviera a hablar.
Sí, Stuart detendría su trineo, descendería, dejaría que los lobos se agolparan a su alrededor, les acariciaría sus pobres y voraces hocicos.
-Kew está precioso...lleno de flores...magnolias, azaleas.-Nunca recorcaba los nombres que le decía.

Y eso era algo que ellos no podían destruir. No; pero sí llegaba de un modo tan inexplicable, igual que podía marcharse del mismo modo. Eso había sentido Stuart al salir de Kew, al subir por la orilla del río hacia Richmond. Podía caer una rama, podía cambiar el color, el verde volverse azul o temblar una hoja; y eso sería suficiente, sí; eso bastaría para estremecer, hacer añicos, destruir por completo ese algo sorprendente, ese milagro, ese tesoro que era suyo, había sido suyo y siempre sería suyo, se dijo, inquieto y ansioso; y, sin pensar en la señora Sutton, la abandonó al instante, cruzó la habitación y cogió un abrecartas. Sí; todo estaba en orden. Aún lo conservaba.





Daba vueltas por mi cabeza, cansada, inquieta.
Hoy, la he encontrado escrita.

5 comentarios:

Eco dijo...

Preciosa entrada :)

mazapi dijo...

hola maría josé
ahora sólo nos podemos comunicar por aquí
sé que me echas de menos :)

Anónimo dijo...

me encanta todo el blog....
te sigo!:)

Rocío dijo...

Qué bonita *_____*

J. G. dijo...

sensacional, quizás algo larga, pero no caso me hagas, muy bien