miércoles, 29 de diciembre de 2010

Desarmada

Ahí lo tienes. Toma: mi escudo, mi lanza y mi armadura. Me tienes ante ti, casi desnuda. Indefensa, frágil, tenue. Te clavo las pupilas en la boca. Te lo he dado todo, me he desecho de mi castillo a cambio de solo una respuesta. Ahí me tienes, haz conmigo lo que te plazca. Pregunta, yo responderé. Juega, gime, escupe. Insulta, quiere. Decide o duda. Yo estaré aquí, insegura, esperando ese algo que solo está entre unos anillos sin gravedad. Entre tus dedos.

domingo, 26 de diciembre de 2010

A veces

A veces, y solo a veces, tornan posibles las oportunidades que jamás pudieron serlo. Es entonces, y solo entonces, cuando debemos preguntarnos si queremos lograr como nuestro algo que implica poder no serlo, algo que implica la más plausible inseguridad. Es en ese momento, y solo en ese momento, cuando debemos sopesar si lo que perdemos accediendo a tal posibilidad es mejor que lo que ya tenemos y perderemos. En ese justo instante nos invadirá el peor de los miedos: el miedo al cambio continente de incertidumbre e inconstancia, el miedo a una evolución a la que, paradójicamente, estamos destinados sin remedio. 

Es a veces, entonces, solo a veces, y solo entonces, cuando debemos mandarlo todo al garate y hacer lo que nos suplique, en uno de esos silencios suyos, el alma. Caiga quien caiga.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Pasado. Presente. Futuro

Federico tiene veinte años y acaba de empezar el servicio militar en una transición tardía de una España que no encuentra su definición, en una España que quiere pero no puede deshacerse de un pasado demasiado intenso como para poder olvidarlo a golpe de chatos de vino en la cantina del cuartelillo. Federico vive su presente en el que defiende un ideal que no sabe si comparte, en el que se emborracha sin saber muy bien porqué y en el que no sabe si le gusta la carne o el pescado, el muslamén o el culo bien prieto del general. Se levanta cada mañana anhelando no recordar nada del día anterior porque eso implicaría recordar un pasado que ya no existe, un pasado que ya pasó. Y oyé, esa filosofía no le va tan mál, parece feliz. Vive una vida intensa plagada de amoríos con quien sabe quien y quien sabe dónde, plagada de carcajadas sonoras y vacías con compañeros de milicia de los que ni era necesario saber sus nombres, ni mucho menos sus apellidos. Transita con resignación por las grandes caminatas del servicio, por los madrugones y las marchas pensando que pronto serán pasado, mirando hacía un futuro que, aunque el, en su querido presente, no sabía, le depararía un puesto en la biblioteca del cuartel.


Federico tiene,  treinta años después de su mili, cincuenta ya bien cumplidos. Se sienta en su sofá orejero del salón para que le de el solecito en las piernas y coje un libro de los pocos que quedan en casa sin leer. Aquella pasión, tan irrefrenable como inverosimil para su yo de veinte años, nació en aquel servicio militar que ahora le parece tan lejano y que recuerda con una sonrisa que tarde unos segundos en borrárse de su cara. Lo destinaron a la biblioteca y allí, el aburrimiento o las ganas, nunca lo supo, lo dedicaron a ojear los libros, primero con desdén, para después devorarlos con los ojos y adivinarlos en el corazón. Encontró en aquellas páginas amarillentas y roidas cientos de palabras llenas de significados que nunca había pensado, llenas de historias de amor y de aventuras. Vislumbró comas llenas de pasión, de continuidad y de perfección, puntos que cerraban un final que te dejaba con mal sabor de boca y párrafos que continuaban la historia de un hidalgo y su escudero, la historia de un señor que amó tanto los libros como para enloquecer, que amó tanto los libros como él los amaba ahora, en su sofá orejero, con cincuenta años bien cumplidos ya. 

Pocos años antes de morir, Federico escribió en una pequeña libreta negra que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa un pequeño párrafo:

Nunca podré saber porque aquel general me destinó a la biblioteca, tampoco sabré porque me decidí por abrir unos y no otros libros, lo que sí sé es que esa, en inicio, liviana afición, provocó que aprendiera a reconocer el pasado como lo único existente, a adorarlo y a admirarlo por ser el mío y no el de otro. Me ha enseñado a reconocer al pasado como el único en el que el devenir de cada pluma puede comenzar a suceder mayúsculas, minúsculas, puntos y comas, pues es lo único asimilado por la mente que dirije tan excelente pluma. He aprendido con los libros a adorar el presente porque ya pronto será pasado. Y nunca podré saber si todo esto lo han hecho los libros o lo ha hecho el pasado, que cada vez tiene más vida mía y que pronto la tendrá toda. 




sábado, 18 de diciembre de 2010

Que así es como se hacen las cosas...

Sí me dices algo tan burdo como que yo soy la tónica, por ácida, y tú la ginebra, por agrio, voy a contestarte que sin el calor del hielo y el dulzor del limón no me vales para nada, que te vengas por donde has venido y que no me digas tonterías.
Joder, dime que me quieres y muérdeme los pensamientos, con el frío del hielo y un buen chorro de zumo de limón, con tequila y con pasión.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

¡Atentos!¡El nuevo Nobel!

En una filológica tarde como esta de hoy he tenido el placer de presenciar, en mis intentos y los de unos cuantos más de intentar memorizar el temario de una asignatura absurda y aburrida llamada "Teorías y Modelos lingüísticos (ahí queda eso), al que, puedo asegurarlo, será el nuevo premio Nobel de Literatura. Es más, considero que lo de Vargas Llosa ha sido una total estafa; Borges, pensarán ustedes. No, les diré yo, emulando las conversaciones de este fantástico autor, creador y lector, Don (como no podría ser de otra manera) Rodrigo Rubio, el Nobel de la erre sonora en su nombre.

Abriendo boca dejo manifiesta en este modesto blog una de sus poesías de ocasión, improvisaciones al ras del escalón de la Biblioteca del gran Antonio de Nebrija. (Sí, filólogos, tema cuatro, ¿alguién ha llegado ahí?)


Lector
¿Qué?
Cacahué
D. Rodrigo Rubio

¡Qué léxico!, ¡Qué complejidad!, ¡Qué capacidad para dotar a tres complejas palabras de la mayor calidad poética que serán ustedes capaces de presenciar en todo su devenir poético! Un aplauso para este gran autor, que como mínimo merecerá un Cervantes para limpiarse el culo con él.


*Cómo serán ustedes capaces de comprobar, está asignatura está haciendo estragos en nosotros.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Maldita divinidad omnipotente

Dios sabe que nunca serán tan felices como cuando los ve juntos en la cafetería, haciendo recíprocas sonrisas reflejadas en retinas plagadas de ilusión, ajenos al mundo y a la lengua, insertos como nunca en la literatura, sumergidos en una de esas tranquilidades sencillas, calmas. 

Dentro de quizá treinta o cuarenta años serán ellos quienes recuerden ese momento, con una sonrisa en la cara y un lamento en  el alma. Porque fue Dios, y no ellos, quien se realizó en la perfección de ese momento, en el calor de ese café. 

domingo, 12 de diciembre de 2010

Ilusión

Llovían realidades y hacía mucho frío. Era la noche del cinco de enero, a las cinco de la mañana, e Ilusión solo tenía cinco años. Salió al salón, muerta de frio y descalza; no encontró las zapatillas. Miró fijamente la ventana estéril que conducía a la terraza y una luz blanca, brillante y a la vez cálida, iluminó la estancia. Pudo distinguir a un hombre negro, muy alto, de inmensos ojos azules y vestido con un pantalón de deporte negro y una sudadera vieja, cómoda. Aquel varón depositó una caja blanca coronado por un enorme lazo rojo en los pies de Ilusión, quien apresuradamente se dirigió a abrirla. Baltasar, así se hacía llamar el hombre negro, frenó su impulso suavemente acariciando sus pequeñas manos y le susurró al oído que sería la caja, y no ella, quien decidiera cuando debía ser abierta.

A la mañana siguiente Ilusión solo sería capaz de recordar el color morado en los dedos y la sinceridad sonriendo entre las comisuras de un ángel.

Continuará....

jueves, 9 de diciembre de 2010

-Voy a salir a dar un paseo...¡Mamá!, ¿tú has visto donde me he dejado las alas?
-Deben estar en el trastero, las subió papá, decía que ya no las usabas.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Funciones vitales

Primero de la ESO, Mario, doce años. Martes, primera hora, clase de biología, o ciencias naturales, o como se llame. Primera lección:
Las funciones de los seres vivos son tres: nutrición, relación y reproducción.
De ahí Mario debía concluir, como el Aristóteles que querían que fuera, que, sí los humanos son seres vivos, las funciones de los humanos son las mismas. Y así lo explicó aquella profesora gorda y sudorosa que en un octubre más caluroso de lo normal intentaba lidiar con una masa ingente de prehormonados. Marío se sentaba en la tercera fila de la case, un lugar discreto para un chico que pasaba siempre desapercibido. Mientras la profesora repetía una y otra vez aquellas tres funciones en el afán fallido de que la repetición se tradujese en alguna de aquellas mentes en memoria, Mario buscaba la página del libro en la que residía aquella frase, encerrada en un cuadro amarillo, -aquello debía ser importante-. La leyó un par de veces: nutrición, relación y reproducción; nutrición, relación y reproducción.

Vinieron a su cabeza, otra vez, aquellas imagenes repetitivas y monótonas que lo perseguían en cada intento de  lúcidez: su hermana acostada en la cama a las doce de la mañana, con las luces apagadas, sollozando; su hermana acostada en la cama a las doce de la noche, con las luces apagadas, sollozando. Por un instante parecía haber encontrado la solución, el razonamiento era tan lógico como simple, pura deducción griega: sí un ser vivo no cumple una de sus funciones vitales dejará de serlo, dejará de estar vivo, puesto que no puede dejar de ser. Perfecto. Tenía la respuesta, la clave. La solución a todo aquello estaba en un mísero libro de primero de ESO, no había más, su hermana solo necesitaba el cariño que ella misma se había quitado a base de soledades y galerías. Pedía a gritos en el silencio más sordo un abrazo, una palabra más allá del grito en el porque, un beso sin segundas intenciones, un polvo con promesas.



Todo aquello se desvaneció unos minutos después, cuando la profesora explicó la función de relación.